lunes, 23 de febrero de 2009

ANDARÁ EN PARÍS

Ramón M. Pérez

No planeé su muerte, pero celebro que haya sido posible. Aquella tarde debía estar en su oficina. Me detuve en la escalera a contemplar los reflejos amarillos sobre las hojas que eran tocadas por el sol de la tarde. Respiré hondo y subí.
La profesora gastaba su tiempo leyendo de nuevo uno de sus artículos (de los tres que ha publicado sobre el mismo tema en sus treinta años de trabajo académico; de más está decir que cada artículo es un capítulo de su tesis doctoral). Adoptaba poses agresivas contra un imaginario visitante en su oficina mientras yo le miraba por la puerta entreabierta. En un momento, por descuido, me miró y franqueó mi entrada.
—Vengo a saber —le dije sin preámbulos— porqué usted ha tratado mi trabajo tan injustamente frente a la junta de profesores.
La maestra me miró sorprendida.
—¿Cómo? ¿No lo sabe? Aquí está su trabajo, vea por usted mismo.
Y me entregó un atado de papeles amarillos: las hojas manoseadas de mi ensayo llenas de correcciones en tinta roja. El título decía: “Plano de la fábrica de gases”.
—No —alegaba— no es posible, no funcionará. La fábrica de gases tóxicos no funcionará.
La miré, ahora yo, perplejo. ¿Acaso estaba diciendo que me había entendido mal? No le respondí. Me limité a darle la espalda y mirar la calle por la enorme ventana abierta. Del otro lado hombres tristes caminaban envueltos en los venenosos humos de la gran ciudad.
—¡Es usted un imbécil! —me gritó de repente— ¿Cómo es posible que pretenda embaucarme con tamaño disparate? Usted no comprende, no hila fino. El poder no es como lo imagina. Su lectura es tremendamente ingenua.
—¿Y usted qué coño sabe del poder? —le dije ya temblando cuando volteaba de nuevo a mirarle—. Usted nada sabe del poder pues sólo lo ha ejercido, o ni eso, ha cumplido órdenes de su enorme ego. Usted es una farsante.
Como se ve, aquella discusión no tenía ningún sentido. Ella no cedería y yo lo sabía; sólo había ido a verla para tener recuerdos más concretos que odiar, su voz virulenta, sus escupitajos involuntarios mientras pronunciaba las implosivas, sus manotazos cargados de uñas a lo bruja medieval.
Me limité a sonreír. Bueno, también le dije que ella en realidad jamás había asediado a Los siete locos, que sólo se había confundido entre ellos. Me embistió. Se arrojó a mí con la ciega furia de las Erinias que vengan una afrenta o sacrilegio. Me limité de nuevo a sonreír. Bueno, y me hice a un lado.
La ventana la recibió con su abrazo vacío y cabalgó ridículamente a lomo del viento los doce pisos de la torre de postgrados. Cuando me asomé a la ventana todo estaba en calma; la profesora no estaba en el suelo destripada y los tristes caminantes no se habían detenido. Así fue, se lo aseguro. Y yo no tengo nada que ver con su desaparición. Andará en París, señor policía.

4 comentarios:

  1. Muy bueno Ramón jajaja, con un humor un tanto sarcástico. Ese final no puede dejar de recordarme a los entrañablemente diabólicos conejitos de Cortázar espachurrados por los adoquines que supongo que están detrás de tus palabras, París...

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  2. Saludos, Ramón. Ya no me quejaré más al rector por la falta de ventanas, o cualquier otro conducto de ventilación o iluminación, del mísero habitáculo - a ras de suelo - en el que la universidad me ha sepultado bajo libros sin esperanza ni fama. La incomunicación es mi salvación. Alumnos, vade retro!

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  3. (de los tres que ha publicado sobre el mismo tema en sus treinta años de trabajo académico; de más está decir que cada artículo es un capítulo de su tesis doctoral)

    Con esta frase has retratado a más de un profesor de mi facultad. Muy bueno el relato Ramón, esperamos más.

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